Espacio de promoción y reflexión teológica feminista abril 2017
Por María Jesús
Laveda
“Por esos gritos de ayuda,
por esas voces que no se escucharán más,
¡Me dueles Guatemala!”
Dicen que era nuestro
día, el día Internacional de la Mujer, aunque muchas de nosotras no hablamos de
celebración, sino de recuerdo y conmemoración por el asesinato de aquellas
otras mujeres que dieron su vida en defensa de los derechos de todas. Y mientras caminábamos, levantando
nuestra voz, otras voces gritaban pidiendo ayuda para salvar sus vidas del
fuego.
Mientras,
en un mal llamado Hogar Seguro Virgen de la Asunción, -producto de la mentira y la indiferencia de quienes
debieran cuidar la vida-, sucedía lo inimaginable, la muerte de 41 niñas y
adolescentes a quienes no escucharon sus gritos de dolor. Eran niñas rebeldes,
malas, ellas se lo buscaron… es lo que muchas personas piensan y han expresado en
relación a estos hechos.
Pero el grito de las
niñas y de otras organizaciones de defensa de sus derechos ya resonó en otro
tiempo clamando humanidad y exigiendo justicia para sus cuerpos maltratados,
violados por la prepotencia de quienes debían protegerlas, sobreviviendo en un
mundo falto de ternura, amor, respeto y dignidad. No escucharon. No hicieron
caso de sus denuncias. Ni las de ellas, ni las de los otros organismos que
conociendo la realidad exigieron cambios. No escucharon. No eran importantes.
No valían la pena.
Y hoy, a nosotras, a todo el país, nos faltan 41 niñas y adolescentes.
Y hoy, a nosotras, a todo el país, nos faltan 41 niñas y adolescentes.
Una vez más, sea el
día que sea y el mundo entero cante otra cosa, las mujeres seguimos siendo personas
de segunda clase, sin derecho a ser respetadas, acogidas, reconocidas en
nuestra dignidad.
Resuena en mi
interior uno de los gritos escuchados en la concentración organizada por la sociedad civil que decía: ¡Los cuerpos de las niñas, no se tocan, no se
violan, no se queman, no se matan!
Era un solo grito,
pero no fue suficiente. La plaza se tiñó de rojo, de sangre inocente derramada
y sumiendo al país es un desconcierto y un sentimiento de rabia, impotencia,
incredulidad frente a lo sucedido.
¡Hasta cuando hemos
de seguir sufriendo! ¡Hasta dónde nos es posible resistir, perder vidas
humanas, rotas en sus sueños y robada su esperanza!
Nadie se hace
responsable. Unos dicen: es un asesinato de Estado… otros comentan en voz baja:
todos somos culpables… pero hoy 40 niñas ya no pueden levantar su voz.
Y esto va seguir así
mientras a cada uno y una de nosotras no nos queme el alma, no nos salpique el
dolor de esas niñas y sus familias que las lloran, mientras otras aún no saben dónde
se encuentran sus hijas.
¡Me quema…me quema! En tantas otras oportunidades hemos levantado
la voz exigiendo justicia para nosotras las mujeres, reconocimiento de nuestra
dignidad, derecho a ser dueñas de nuestros cuerpos, de nuestra libertad, de
nuestros sueños… hoy también gritamos pero hoy además, nos quema y duele el
alma.
¿Y dónde queda la
teología en toda esta experiencia?
Dice Jesús: “Apártense de mí, malditos, vayan al fuego
eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me
dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, era emigrante y no me
recibieron, estaba desnudo y no me vistieron, estaba enfermo y encarcelado y no
me visitaron… Les aseguro que lo que no hicieron a uno de estos más pequeños,
no me lo hicieron a mí” Mt. 25, 41 – 45
Jesús se encarna en
nuestra realidad humana, se identifica con cada ser humano, se hace uno de
nosotros, asume nuestra misma debilidad, por eso el daño causado a uno de los
más pequeños, empobrecidos, marginados, violentados en su dignidad, se lo
hacemos al mismo Jesús. Somos su mismo cuerpo, su misma sangre. Somos cuerpo de
Cristo. Desde su encarnación ya no hay diferencia entre lo divino y lo humano.
Todo es sagrado a los ojos de Dios.
Pero nuestra hipocresía, nuestra
indiferencia nos permite seguir creyendo que estamos en el lado bueno de la
historia, porque cumplimos leyes y realizamos ritos sagrados, olvidando
reconocer en cada ser violado, excluido, en cada mujer violada, discriminada,
al mismo Dios.
Nuestra dignidad nos
viene de nuestro ser personas creadas a imagen y semejanza de Dios. Nuestra
imagen la expresamos en los dones recibidos de Él, nuestra libertad,
inteligencia, capacidad de pensar y decidir, nuestra creatividad para el bien.
Nuestra semejanza la expresamos en nuestros actos de bondad, rectitud,
responsabilidad, servicio. Pero tenemos una falsa imagen de Dios y por lo mismo,
una falsa imagen del ser humano. Por eso lo hacemos propiedad nuestra, y
hacemos con él lo que se ajusta a nuestros intereses mezquinos y personales,
violando, quemando sus cuerpos y rompiendo sus vidas. No nos interesan.
Es tiempo de
despertar. Todas y todos. Es tiempo de actuar de manera profética. No es
suficiente romper el silencio. No son suficientes los gritos, el llanto y las
palabras por fuertes que las pronunciemos. Hay que actuar. Desde la conciencia
de nuestro ser personas y el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano.
Aún ahora yo siento
que levanto mi voz, pero ¿me arriesgo a la acción comprometida en defensa de
todos los que sufren marginación y violencia?
Resulta, en cierto
modo fácil reconocer el rostro de Dios en los empobrecidos, pero en los
violadores, los corruptos, ¿logramos verlo? Resuena en mi interior la palabra
de Pedro: “Si mi hermano me ofende, cuántas veces debo perdonarlo, ¿hasta siete
veces?” Y la respuesta de Jesús: “No te digo hasta siete, sino hasta setenta
veces siete”. ¿Cómo anidar estas
actitudes en nuestro corazón dolido, indignado, cansado de tanto sufrimiento? No es sencilla una
respuesta al estilo de Jesús. Pero hay que dar pasos para un cambio de
sociedad, más humana y digna.
Hay que exigir
responsabilidades. Eso es lo que gritamos. Pero mientras no cambiemos nuestro
interior, mientras no nos convirtamos todos y todas en un pueblo profético que
trabaje por un mundo distinto, seguiremos gritando y nuestra cosecha será más
muerte.
Chus Laveda
Licenciada
en Pedagogía
Miembro del
Núcleo Mujeres y Teología
Abril 2017
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