jueves, 12 de mayo de 2016

MI EXPERIENCIA DEL ENCUENTRO CON LA VIDA




NUESTRAS REFLEXIONES, MAYO 2016



Espacio de promoción  y reflexión  teológica  feminista




Interpretación libre de los  textos de Lc. 24, 1 – 12 y Jn. 20, 1 - 18
          Un año más, al llegar el tiempo pascual, donde leemos el texto de la resurrección de Jesús, mi experiencia del encuentro con ÉL, es contada por otros. Hoy quiero ser yo, quien levante la voz y con mi corazón y mis ojos de mujer, compartir mi propia vivencia del encuentro.
          El día anterior a esa mañana fue el más duro de mi vida, por la pérdida, no solo del Maestro, sino del amigo entrañable. Su muerte, me rompió por dentro. Muerto en cruz, como un blasfemo, como un delincuente, llevando en su corazón todo el dolor del mundo. Solo y abandonado por sus discípulos y  amigos. María, su madre, desgarrada por dentro, metiendo en su propio dolor, el sufrimiento de su hijo y el de todos los hijos del mundo. Y en su grito, el grito de toda la tierra, el llanto por la injustica total, el dolor por la muerte injusta.
          Y allí estaba yo. Fui testigo de ello. No podía ser de otra manera. Cómo abandonar a quien se ama tan profundamente y de quien recibí tanta vida, tanta alegría, tanta fuerza, durante los años que acompañé su misma andadura, recorriendo los mismos caminos, gozando y sufriendo las mismas penas y alegrías.
          Todavía era oscuro, pero el corazón necesitaba adelantar la hora. Muerta la vida, necesitaba recorrer con mis manos y mis ojos al que era la Vida. Llegué al sepulcro. Algo no estaba bien. La piedra de la entrada estaba corrida.  Era lo que íbamos pensando Juana y María, la madre de Santiago. ¿Habría llegado alguien antes que yo?
Entramos, no estaba el cuerpo de Jesús.
Sentí miedo, inquietud, no sabía qué pensar.
Pero tuve una intuición.
Recordé que Jesús nos había dicho en varias oportunidades, estando en Galilea, que algo de esto iba a pasar,  que no tuviéramos miedo, que nadie puede matar la VIDA.
Mis compañeras salieron corriendo en busca de los discípulos  de Jesús  para contarles lo que nos había pasado.
Pero, hombres al fin, no nos creyeron.
Son cosas de mujeres, solo tienen corazón y no piensan. Puros cuentos, dijeron. Y no nos creyeron. Pero yo sé que hay certezas, que no necesitan razones para ser comprendidas, no tienen que ser explicadas.
          Yo me quedé afuera del sepulcro, tratando de entender lo sucedido. Volvió el llanto. No encontré al amigo, al amado. Mi dolor fue más allá de la ausencia física del cuerpo de Jesús.
          Traté de buscar explicaciones a lo sucedido. Alguien me preguntó por mi llanto. Quise agarrarme a él y pensé, este buen hombre, jardinero, ha debido colocarlo en otro lugar. Si sabes dónde está el cuerpo de Jesús, dímelo y yo iré a buscarlo… por lo menos tocar su cuerpo, pensé.
          María, escuché. Tantas veces le había escuchado pronunciar mi nombre. Sólo él me llamaba de ese modo. Lo hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo. María… sentí que volvía a la vida, esa vida de la que  él tantas veces me había hablado. No una vida física, sino plena, donde cada ser humano se reconoce en su más profunda identidad.
          Y ahí lo vi a EL, lo reconocí a EL, vivo, resucitado, por eso no pronuncié su nombre humano, sino su verdadera identidad, Maestro, le dije.  Era él y no era ÉL, no sé si me explico, y  la alegría era tan grande que le abracé, queriendo en ese abrazo, fundirme con su  identidad más profunda, su ser mismo.
          Me pidió, como otras veces, pero lo sentí de manera distinta, que comunicara a los demás lo que “había visto y oído. Salí corriendo. Tenía que decirlo, gritarlo a los cuatro vientos: Está vivo y yo lo he reconocido.
          La mujer que regresó a casa ya no era la misma. Conté a los compañeros, no solo lo que había experimentado, “visto” con Jesús, sino lo que Él mismo me había pedido les dijera. Ya nada iba a ser igual, porque regresaba al seno de su Padre y nuestro padre, pero que iba a estar en nosotros y con nosotras para siempre. Por supuesto no me creyeron.
           Yo sé que Pedro y Juan fueron después al sepulcro. Seguramente a “confirmar y asegurarse” de lo que nosotras las mujeres les habíamos contado. Seguramente buscando  razones para lo que vieron o “no vieron”.
          Luego, decidieron contarlo al resto de los compañeros, confirmando que Jesús ya no estaba, que había resucitado, como Él mismo lo había dicho y que ellos habían sido los primeros testigos.  Era su palabra contra la mía, contra la nuestra, las mujeres. Pero la historia no es siempre como la cuentan algunos.
          Yo estuve allí. Yo recibí las primicias de su VIDA plena. Yo escuché mi nombre. Yo volví a experimentar el amor profundo de Jesús, el Maestro, el Amado. Yo recibí el encargo del primer anuncio de su resurrección. Pero soy mujer…
          El que tenga oídos para oír y corazón para “ver”, que oiga y “vea”.

ALELUYA, JESÚS HA RESUCITADO Y NOS INVITA A VIVIR LA VIDA PLENA, Y YO SOY TESTIGO DE ESTO.

Chus Laveda
Integrante Núcleo Mujeres y Teología
Mayo 2016