NUESTRAS REFLEXIONES, MAYO 2016
Espacio de promoción y
reflexión teológica feminista
Interpretación libre de
los textos de Lc. 24, 1 – 12 y Jn. 20, 1
- 18
Un año más, al
llegar el tiempo pascual, donde leemos el texto de la resurrección de Jesús, mi
experiencia del encuentro con ÉL, es contada por otros. Hoy quiero ser yo,
quien levante la voz y con mi corazón y mis ojos de mujer, compartir mi propia
vivencia del encuentro.
El día anterior
a esa mañana fue el más duro de mi vida, por la pérdida, no solo del Maestro,
sino del amigo entrañable. Su muerte, me rompió por dentro. Muerto en cruz,
como un blasfemo, como un delincuente, llevando en su corazón todo el dolor del
mundo. Solo y abandonado por sus discípulos y amigos. María, su madre, desgarrada por
dentro, metiendo en su propio dolor, el sufrimiento de su hijo y el de todos los
hijos del mundo. Y en su grito, el grito de toda la tierra, el llanto por la
injustica total, el dolor por la muerte injusta.
Y allí estaba
yo. Fui testigo de ello. No podía ser de otra manera. Cómo abandonar a quien se
ama tan profundamente y de quien recibí tanta vida, tanta alegría, tanta fuerza,
durante los años que acompañé su misma andadura, recorriendo los mismos caminos,
gozando y sufriendo las mismas penas y alegrías.
Todavía era
oscuro, pero el corazón necesitaba adelantar la hora. Muerta la vida,
necesitaba recorrer con mis manos y mis ojos al que era la Vida. Llegué al
sepulcro. Algo no estaba bien. La piedra de la entrada estaba corrida. Era lo que íbamos pensando Juana y María, la
madre de Santiago. ¿Habría llegado alguien antes que yo?
Entramos, no
estaba el cuerpo de Jesús.
Sentí miedo, inquietud, no sabía qué pensar.
Pero tuve una intuición.
Recordé que Jesús nos había dicho en varias oportunidades,
estando en Galilea, que algo de esto iba a pasar, que no tuviéramos miedo, que nadie puede matar
la VIDA.
Mis compañeras
salieron corriendo en busca de los discípulos de Jesús
para contarles lo que nos había pasado.
Pero, hombres al fin, no nos creyeron.
Son cosas de mujeres, solo tienen corazón y no piensan. Puros
cuentos, dijeron. Y no nos creyeron. Pero yo sé que hay certezas, que no
necesitan razones para ser comprendidas, no tienen que ser explicadas.
Yo me quedé
afuera del sepulcro, tratando de entender lo sucedido. Volvió el llanto. No
encontré al amigo, al amado. Mi dolor fue más allá de la ausencia física del
cuerpo de Jesús.
Traté de buscar
explicaciones a lo sucedido. Alguien me preguntó por mi llanto. Quise agarrarme
a él y pensé, este buen hombre, jardinero, ha debido colocarlo en otro lugar. Si
sabes dónde está el cuerpo de Jesús, dímelo y yo iré a buscarlo… por lo menos
tocar su cuerpo, pensé.
María, escuché.
Tantas veces le había escuchado pronunciar mi nombre. Sólo él me llamaba de ese
modo. Lo hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo. María… sentí que
volvía a la vida, esa vida de la que él tantas
veces me había hablado. No una vida física, sino plena, donde cada ser humano
se reconoce en su más profunda identidad.
Y ahí lo vi a
EL, lo reconocí a EL, vivo, resucitado, por eso no pronuncié su nombre humano,
sino su verdadera identidad, Maestro, le dije.
Era él y no era ÉL, no sé si me explico, y la alegría era tan grande que le abracé, queriendo
en ese abrazo, fundirme con su identidad
más profunda, su ser mismo.
Me pidió, como
otras veces, pero lo sentí de manera distinta, que comunicara a los demás lo
que “había visto y oído. Salí corriendo. Tenía que decirlo, gritarlo a los cuatro
vientos: Está vivo y yo lo he reconocido.
La mujer que
regresó a casa ya no era la misma. Conté a los compañeros, no solo lo que había
experimentado, “visto” con Jesús, sino lo que Él mismo me había pedido les
dijera. Ya nada iba a ser igual, porque regresaba al seno de su Padre y nuestro
padre, pero que iba a estar en nosotros y con nosotras para siempre. Por
supuesto no me creyeron.
Yo sé que Pedro
y Juan fueron después al sepulcro. Seguramente a “confirmar y asegurarse” de lo
que nosotras las mujeres les habíamos contado. Seguramente buscando razones para lo que vieron o “no vieron”.
Luego,
decidieron contarlo al resto de los compañeros, confirmando que Jesús ya no
estaba, que había resucitado, como Él mismo lo había dicho y que ellos habían
sido los primeros testigos. Era su
palabra contra la mía, contra la nuestra, las mujeres. Pero la historia no es
siempre como la cuentan algunos.
Yo estuve allí.
Yo recibí las primicias de su VIDA plena. Yo escuché mi nombre. Yo volví a
experimentar el amor profundo de Jesús, el Maestro, el Amado. Yo recibí el
encargo del primer anuncio de su resurrección. Pero soy mujer…
El que tenga
oídos para oír y corazón para “ver”, que oiga y “vea”.
ALELUYA, JESÚS HA RESUCITADO Y NOS INVITA A VIVIR LA VIDA
PLENA, Y YO SOY TESTIGO DE ESTO.
Chus Laveda
Integrante Núcleo Mujeres y Teología
Mayo 2016
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