Geraldina Céspedes[1]
Al mirar el título de esta breve reflexión, pensarán algunas personas
que voy a hablar de la pintora Lee Price y sus cuadros que tienen como temática
principal la conexión entre la comida y las mujeres. Aunque no nos vendría mal
contemplar estas pinturas, en los que la autora hace una interesante
combinación entre esos dos aspectos, aquí quiero más bien poner como punto de
reflexión dos cuestiones sobre las que me gustaría que pensáramos y
debatiéramos un poco.
La primera es la discriminación alimentaria o la realidad del hambre desde la
perspectiva de las mujeres. Es bien sabido que en el mundo, que actualmente
somos 7 mil millones de personas, producimos con qué alimentar hasta a 12 mil
millones de seres humanos. O sea, que el supuesto mito de la sobrepoblación o
explosión demográfica es, como señalan algunas personas, una de las campañas de
desinformación y mentira más grande de la historia que pretende esconder el
problema de la injusticia y del reparto equitativo de los bienes de la
creación.
En el caso de Centroamérica, algunos estudios
señalan que sólo Guatemala produce con qué alimentar dos veces a todo
Centroamérica. Pero es también en Guatemala donde se registran índices
alarmantes respecto a la cuestión alimentaria. Así por ejemplo, Guatemala es el
país centroamericano con un porcentaje más alto de personas subnutridas (22%),
seguido por Nicaragua (19%) y el único país de la región donde la subnutrición
de la población ha aumentado en vez de disminuir. Respecto a la desnutrición,
Guatemala ostenta también una cifra muy alta con un 15% de la población
afectada por la desnutrición, una tasa que está muy por encima de la media en
América Latina y el Caribe que es, según estudios de la FAO, de un 8%.
Para nuestra breve reflexión nos interesa la
realidad del reparto desigual de alimentos entre los sexos. Pues bien, aunque
las mujeres juegan un papel clave en la producción, el procesamiento y la
preparación de alimentos (las mujeres producimos más del 50% de los alimentos
cultivados en todo el mundo), sin embargo, de todos los desnutridos del mundo,
las mujeres representan la escandalosa cifra del 74%. Este dato revela una
situación de desequilibrio y de relaciones desajustadas que se dan en la
sociedad entre hombres y mujeres y que se expresan en cuestiones tan básicas
como, por ejemplo, la alimentación. Al respecto, existen una serie de tabúes y
de tradiciones que vienen a justificar el reparto desigual de alimentos entre
varones y mujeres. Pensemos, por ejemplo, en una cuestión tan sencilla y
cotidiana como la forma en que en una familia se reparten las partes de un
pollo que se ha cocinado para todos. Esto, que parece insustancial o puramente
anecdótico, puede servirnos para un análisis de género, pues a partir de ahí se
puede descubrir qué visión tenemos del hombre y la mujer, de sus derechos y de
su valoración en la sociedad y en la familia. Es en el reparto cotidiano de los
alimentos donde podemos analizar de forma más clara y concreta eso que se llama
la discriminación alimentaria.
Otra cuestión que llama la atención y que
constituye una manifestación de la baja autoestima de las mujeres es que hemos
interiorizado y nos hemos acostumbrado a comer de lo que sobra y a comerlo de
mala manera. En muchas sociedades y culturas, las mujeres (jóvenes o adultas)
comen después de los miembros varones de la familia y no comen sentadas a la
mesa, sino en la cocina, muchas veces de pie y dando viajes del comedor a la
cocina para abastecer y servir a los hombres. Si la familia es de escasos
recursos y no hay suficiente cantidad y calidad de alimentos, ya nos podremos
imaginar lo que sucede con la alimentación de las mujeres de la familia. Es
decir, las mujeres están en una situación de vulnerabilidad respecto al derecho
a la alimentación adecuada y saludable.
Uno de los desafíos que hoy tenemos los
movimientos sociales y los movimientos de mujeres es la lucha por la seguridad
alimentaria desde la perspectiva de género, pues así llegamos a descubrir una
realidad clamorosa de esta situación que muchas veces queda oculta cuando se
habla de la desnutrición de los seres humanos en general. Hoy día la lucha por
la seguridad alimentaria tiene que incluir este enfoque de género debido a los
datos mismos que manifiestan una situación alarmante de desnutrición o
subnutrición femenina. Hay que decir que muchas veces nuestras discusiones y
reflexiones feministas o de género se quedan en abstracciones y no llegan a
tocar cuestiones tan básicas y tan cotidianas como estas expresiones de la
feminización del hambre.
Desde una perspectiva creyente, esta realidad
de la feminización del hambre nos evoca el compromiso que se desprende del
texto de Mateo 25, 35: “tuve hambre y me
diste de comer”, que leído desde una perspectiva feminista nos invita a
hombres y mujeres a plantearnos la cuestión de cómo garantizamos la justicia y
la seguridad alimentaria para todos por igual. La utopía hacia la que debemos
caminar hombres y mujeres respecto al tema de la alimentación es la que nos
presenta el profeta Isaías en el capítulo 25 al hablarnos del banquete al que
Dios invita a todos y todas: un mundo donde ninguna persona quede excluida de
participar del festín de manjares suculentos y disfrutar por igual de los dones
que Dios regala para todos y todas.
La segunda cuestión sobre la que sugiero
reflexionar es sobre las formas dañinas
y saludables de alimentarnos como mujeres. Esto me surge al constatar que
las mujeres somos las víctimas privilegiadas de un sistema que controla nuestro
paladar y nuestra dieta y de una industria que extrae sustanciosos beneficios
sin tomar en cuenta los daños al bolsillo, a la salud, al medio ambiente y a
los cuerpos y al bienestar de las mujeres. Es innegable que hay desórdenes
alimenticios que aparecen con más fuerza en estos tiempos modernos y que
afectan tanto a hombres como a mujeres. Sin embargo, sabemos que estos
trastornos en la alimentación, dentro de los que destacan sobre todo la
anorexia y la bulimia (y también la bulimarexia), cobran mayores víctimas entre
las mujeres. Un 95% de las personas que padecen de anorexia son mujeres
presionadas por los cánones de belleza de la sociedad actual que predica la
filosofía de la delgadez y de la apariencia;
la bulimia por su parte afecta diez veces más a las mujeres que a los
hombres. Estos dos problemas me hacen recordar lo que dice en algún momento
Saramago en su novela “Memorial del
convento”: a lo largo del año hay quien muere por haber comido mucho toda
su vida o por haber comido poco toda su vida.
Aprender a alimentarnos es un acto cotidiano
básico que podemos convertir en una práctica de gran trascendencia
revolucionaria y espiritual. En lo que comemos, dónde comemos, cómo y con quién
lo comemos van entremezcladas nuestras opciones y nuestras visiones de la vida,
de nosotras mismas y de las relaciones humanas. A través del acto del comer se
expresan nuestras convicciones más profundas y nuestras opciones
socio-políticas y religiosas. De esto no necesito poner ningún ejemplo, sino
invitar a que cada una revisemos cómo acontece esto dentro de nuestra vida y de
nuestro círculo de relaciones.
Para nosotras como mujeres es todo un desafío
el aprender a alimentarnos ejercitando nuestra autonomía y nuestra libertad, es
decir, aprender a comer sin dejar el control de nuestros cuerpos y de nuestros
gustos a la moda de turno de la sociedad neoliberal patriarcal a la que tenemos
que complacer. Hemos de aprender a encontrar el equilibrio alimenticio que
brota de una visión solidaria, de la mística del principio del suficiente (comer
lo que necesito, no más), de practicar la libertad y el autocontrol a la hora
de alimentarnos y sobre todo de una contemplación de los alimentos como una
bendición de Dios que tenemos que disfrutar. Quien come mucho o no come no
puede disfrutar ni acoger el alimento como bendición y como regalo de Dios. En
medio de un sistema que banaliza todo y quiere convertirlo todo en mercancía y
en negocio, tenemos que reivindicar la sacralidad de la comida y del acto de
comer.
[1] Hermana Misionera
Dominica del Rosario, doctora en Teología, miembro del Núcleo Mujeres y
Teología, profesora de EFETA y de la Universidad Rafael Landívar en Guatemala. Vive y
trabaja pastoralmente en El Limón, Zona 18.